Archivos Mensuales: marzo 2020

«Quiero ofrecerle mejorar su plan»

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Hace días que recibo llamadas del proveedor de telefonía móvil. Me ofrecen mejorar el plan, con más gigas y prácticamente dos pesos extra por un plazo de un año. No me animo a aceptar porque hace un tiempo una de esas «promos» resultó ser una tremenda estafa, cobrando en exceso y dando servicios a medias… como el «contrato» fue por llamada telefónica y curiosamente al reclamar NUNCA encontraron la grabación, decidimos no volver a aceptar algo así sin hacer más preguntas y llegar a un acuerdo en casa primero.

En fin, hace un rato recibí una nueva llamada. Un jovencito de acento colombiano, muy educado y atento, me explicó los beneficios que ofrecían. Le comenté que había que charlarlo primero en casa por una mala experiencia previa, y me dice, con la voz casi temblando «señora, no sabemos si mañana vamos a poder llamar». Y claro, cuarentenas, aislamientos, muchos no tienen cómo seguir el trabajo en sus casas. Cuando se implementen las obligaciones de quedarse, es probable que queden sin trabajo, o que les den licencias sin pago, o alguna de esas alternativas que pocas veces favorecen al que está más abajo de la pirámide de poder.

Le digo que entiendo, pero que tengo que charlarlo igual, que llame por la tarde a ver si podemos llegar a un acuerdo. Me da las gracias. Le digo que vaya con cuidado, que esté bien. Y aquí la cosa tiene un giro inesperado. El jovencito se quiebra y empieza a llorar, «gracias, gracias, es la única que se ha preocupado, gracias señora, igualmente, Dios la bendiga y a su familia, gracias». Nudo en la garganta, se despide cordial, sorbiendo los mocos y sin parar de dar las gracias.

Me quedo pensando en el miedo de ese joven (por el virus que da vueltas y por su trabajo), su salud y su futuro compitiendo entre sí, y, en el medio, los intereses comerciales de una empresa que ofrece algo que no podrá cumplir (porque no tiene la capacidad técnica real el día de hoy) y que probablemente no dudará en darle una patada y decirle chau, ya no vengas, pasa por caja y levanta tu último cheque (si le pagan).

Yo trabajé en call center, también en servicio al cliente y atención de reclamos durante una década. Intento ser amable con quien llama y pocas veces he cortado sin escuchar (las veces que lo hice fue porque se pusieron insolentes sin motivo). He visto muchos pedidos en redes sociales, gente que trabaja en estos centros de llamadas denuncian que son obligados a presentarse, a sentarse todos juntos, hacinados y sin ninguna medida de protección ni prevención. Sus denuncias son anónimas y cargadas de temor, de angustia, porque no quieren perder su trabajo, pero tampoco quieren enfermarse ni enfermar a los suyos. Son tiempos raros, difíciles. Ese jovencito que llamó hoy está tan acostumbrado a que le griten, que lo insulten, que le corten, que un poco de interés en él, lo quebró. ¿Será la única palabra amable que recibirá hoy? Quiero creer que no.

Hay cientos de miles de personas que son invisibles, que viven al margen de la sociedad, que son denigrados o ignorados. ¿Y si empezamos a verlos? ¿Y si empezamos a pensarlos como parte del grupo y no según intereses selectivos, tan cómodos y naturalizados? Qué lindo sería volver a ser tribu, donde todos criamos juntos, crecemos juntos, resolvemos problemas juntos, nos preocupamos por el bienestar de todos porque uno es parte del sistema y lo raro es vivir fuera de él. ¿Será que lo logramos?

90 Pirulos

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                Mamama adolescente

Hoy pude hablar con ella. Bueno, hablar es un decir. Pude verla gracias a la tecnología, decirle pavadas para hacerla reír y enseñarle junto a su bisnieto una gran variedad de dinosaurios de juguete y la lamparita de gato que acompaña al peque cuando se va a dormir.

La extraño mucho. Mamama querida, hoy con 90 pirulos, 2 países, 7 hijos, décadas de maestra, abuela y bisabuela. Nació en La Plata, Argentina, y todavía adolescente conoció a mi abuelo. En épocas de cartas que viajaban meses antes de llegar a destino, dio un tremendo salto de fe y se mudó de una ciudad con amplia vida cultural y social al campo, a otro país, con gente que actuaba diferente, comía distinto, hablaba a sus espaldas y la miraba con recelo. Jamás le conocí una amiga. A ver, las amigas que le ví eran todas colegas o ex compañeras de trabajo, pero nunca supe de alguien que fuera su confidente, su compinche, su aliada más allás de ese círculo. Vivió todo tipo de cambios históricos, conflictos sociales y económicos. Perdió todo más de una vez entre terremotos y otros eventos desafortunados. Como todos, tomó decisiones difíciles y muchas veces se equivocó. Se cayó, y se levantó.

Mi mamama querida, la popular Sra. Pérez. Fue mi maestra durante toda la secundaria. Me enseñaba Arte, Historia Universal y Lengua y Literatura. Para que nadie pensara que había favoritismo me tomaba la lección cada clase, me mandaba más tarea, me hacía leer más libros. Llegó al punto en el que mis compañeras le decían que ya no me llamara más, que sabían que no me daba las respuestas de los exámenes. Keops, Kefrén y Micerino. Ver cada año «Lo que el viento se llevó». Contagiarme de su risa nerviosa y verla un domingo cualquiera sentada a la mesa, con el crucigrama gigante y el cafecito recién hecho. «¿Dónde estás?» – me pregunta cuando hablamos – «En Buenos Aires, mamama», le digo. «Saluda a mi hermana que hace mucho que no la veo», solía responder. Hoy ya casi no me hablaba. La vi cansada, pálida, como mareada. Mi mamama, la que inventó una canción que me cantaba hasta hace poco y que hoy canto a mi hijo. Era un lobooo malooo, de la cooola largaaa, las orejas chicaaas, los dienteees filuuudos… Mi mamama. Noventa años ya.

Hace mucho que el Alzheimer se empeñó en robarle los recuerdos y la independencia. Hace tanto que extraño nuestras charlas, las salidas por una cervecita, a una exposición de arte o a comprar el pan. Cuántas risas hemos acumulado estas décadas ¿no?, y cuántas lágrimas se me escaparon viendo cómo te desvaneces de a pocos. ¿Habrás olvidado tu fobia a todo ser emplumado?, espero que al menos tus tristezas hayan desaparecido, y lo que queda de ti sea felicidad. ¡Qué afortunada soy de haberte gozado tanto! Incontables visitas a la peluquería, nuestro tiempo en el cole, las tardes en tu casa comiendo media docena de panes con mantequilla, tus ejercicios al alba (jamás pude seguirte el paso), tu rutina de cuidados de la piel. Perica mi mamama, siempre. Y yo, la chimoltrufia.

No puedo ocultar la tristeza de verte tan lejos de lo que recuerdo, aunque agradezco la bendición de haberte conocido sana, activa, independiente, ocurrente, despistada, y preguntando hasta el cansancio «a ver… ¿las tres grandes pirámides de Egipto?».

Feliz cumple mamamita de mi corazón, 90 pirulos no se cumplen a diario, aunque ya no lo recuerdes. Aunque ya no me recuerdes.

Te quiero. Siempre.