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No hay lugar para Pepe el vivo

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Hace más de una década viajé a Canta, llegando hasta Obrajillo.
Pasé el día en medio de un hermoso paisaje natural, entre lagunas y cascadas, bajo un cielo azul de película (tan distinto al gris panza de burro de Lima) lanzándome de tirolesas, cruzando riachuelos, caminando entre restos arqueológicos y comiendo delicias regionales. Fue un día hermoso.
 
Esta foto es de ese viaje. En ese momento me pareció divertido hacer como que empujaba esta piedra inmensa… por entonces no sabía lo que se me vendría encima los años siguientes. Al comienzo, me hacía la fuerte, sola contra el mundo. Con el tiempo aprendí que, aunque los procesos son personales y muchas luchas individuales, la compañía y el soporte de un círculo de gente que te quiere y desea verte bien, es vital y vale su peso en oro.
 
Hace días que recibo mensajes de amigos y familia contando de gente cercana, sus afectos, compañeros, conocidos, que, en Perú, buscan con desesperación una cama en UCI, que no alcanzan la saturación deseada, que mueren en cuestión de días. Gente joven con hijos pequeños, abuelos otrora vivarachos, profesionales de la salud y maestros. Oigo los tristes audios de gente que quiero, leo sus mensajes y publicaciones angustiadas y me pregunto qué nos pasa como sociedad. Qué pasa que somos incapaces de cuidarnos y cuidar al otro, de respetar las normas, de poner el hombro para que esta pesadilla termine de una vez. Quejas y reproches, marchas y reclamos, eso abunda, pero de hacerse cargo por la mierda propia, nada de nada. O casi nada.
 
Aunque desilusionada, agotada y triste, todavía creo en el esfuerzo colectivo, en el respeto a los demás, en la colaboración para lograr objetivos, en que juntos somos más fuertes y es todo más fácil. El trabajo es de todos, y no de unos pocos. Acá no hay lugar para Pepe el vivo.
 
Hoy, que parece que el mundo se derrumba, que la piedra inmensa cede, que la fuerza va menguando, seamos solidarios, generosos, empáticos. Que el dolor del vecino no sea algo lejano, porque, cuando el dolor toque a tu puerta, vas a necesitar esa mano amiga que te ayude a seguir andando… te lo digo por experiencia.
 
A cuidarse, a cuidarnos. Juntos es más fácil… un día a la vez.
 
 
 
 

«Quiero ofrecerle mejorar su plan»

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Hace días que recibo llamadas del proveedor de telefonía móvil. Me ofrecen mejorar el plan, con más gigas y prácticamente dos pesos extra por un plazo de un año. No me animo a aceptar porque hace un tiempo una de esas «promos» resultó ser una tremenda estafa, cobrando en exceso y dando servicios a medias… como el «contrato» fue por llamada telefónica y curiosamente al reclamar NUNCA encontraron la grabación, decidimos no volver a aceptar algo así sin hacer más preguntas y llegar a un acuerdo en casa primero.

En fin, hace un rato recibí una nueva llamada. Un jovencito de acento colombiano, muy educado y atento, me explicó los beneficios que ofrecían. Le comenté que había que charlarlo primero en casa por una mala experiencia previa, y me dice, con la voz casi temblando «señora, no sabemos si mañana vamos a poder llamar». Y claro, cuarentenas, aislamientos, muchos no tienen cómo seguir el trabajo en sus casas. Cuando se implementen las obligaciones de quedarse, es probable que queden sin trabajo, o que les den licencias sin pago, o alguna de esas alternativas que pocas veces favorecen al que está más abajo de la pirámide de poder.

Le digo que entiendo, pero que tengo que charlarlo igual, que llame por la tarde a ver si podemos llegar a un acuerdo. Me da las gracias. Le digo que vaya con cuidado, que esté bien. Y aquí la cosa tiene un giro inesperado. El jovencito se quiebra y empieza a llorar, «gracias, gracias, es la única que se ha preocupado, gracias señora, igualmente, Dios la bendiga y a su familia, gracias». Nudo en la garganta, se despide cordial, sorbiendo los mocos y sin parar de dar las gracias.

Me quedo pensando en el miedo de ese joven (por el virus que da vueltas y por su trabajo), su salud y su futuro compitiendo entre sí, y, en el medio, los intereses comerciales de una empresa que ofrece algo que no podrá cumplir (porque no tiene la capacidad técnica real el día de hoy) y que probablemente no dudará en darle una patada y decirle chau, ya no vengas, pasa por caja y levanta tu último cheque (si le pagan).

Yo trabajé en call center, también en servicio al cliente y atención de reclamos durante una década. Intento ser amable con quien llama y pocas veces he cortado sin escuchar (las veces que lo hice fue porque se pusieron insolentes sin motivo). He visto muchos pedidos en redes sociales, gente que trabaja en estos centros de llamadas denuncian que son obligados a presentarse, a sentarse todos juntos, hacinados y sin ninguna medida de protección ni prevención. Sus denuncias son anónimas y cargadas de temor, de angustia, porque no quieren perder su trabajo, pero tampoco quieren enfermarse ni enfermar a los suyos. Son tiempos raros, difíciles. Ese jovencito que llamó hoy está tan acostumbrado a que le griten, que lo insulten, que le corten, que un poco de interés en él, lo quebró. ¿Será la única palabra amable que recibirá hoy? Quiero creer que no.

Hay cientos de miles de personas que son invisibles, que viven al margen de la sociedad, que son denigrados o ignorados. ¿Y si empezamos a verlos? ¿Y si empezamos a pensarlos como parte del grupo y no según intereses selectivos, tan cómodos y naturalizados? Qué lindo sería volver a ser tribu, donde todos criamos juntos, crecemos juntos, resolvemos problemas juntos, nos preocupamos por el bienestar de todos porque uno es parte del sistema y lo raro es vivir fuera de él. ¿Será que lo logramos?